Por falsas percepciones perdemos nuestro rumbo, cayendo en un bucle cada vez más oscuro.

Pero en cada golpe de dolor, se agrieta aquello que nos oculta y, cuando realmente sentimos, las barreras caen.

En ese estado de inocencia —nuestro estado original—, el pulso esencial del corazón se vuelve claro.

Se revela; es este mismo quien se reconoce, quien se ve en todo, porque en todo está lo que Él ES: Amor.

Esa es la verdad que nos sostiene, que nos abraza, que purifica;

la verdad de la que hacemos parte, y que nos ayuda a florecer con nuestra corriente divina.

 

El corazón lleva en sí eternidad, amor incondicional. Por eso, es con él que podemos experimentar nuestra verdad. Así, la mente observa su necedad y, con conciencia, la funde en la entera paz.

Es nuestro amor el que debemos sintonizar, y aquel duelo, finalmente, se llegará a armonizar.